domingo, 22 de mayo de 2011

“A un lado del camino”, Humberto Ak’abal

“A un lado del camino”, Humberto Ak’abal






Sólo soy un servidor de la poesía,

y creo que es ella la que en su momento

se manifiesta.

Sólo soy un servidor de la poesía,

y creo que es ella la que en su momento

se manifiesta.


Era una tarde brillante, soleada. Yo venía de muy lejos. Llegué a la orilla de un barranco; allí se respiraba un fresco perfume a hierbas. El ambiente daba la impresión de una tarde recién llovida. Para trasladarse al otro lado había que hacerlo por un puente formado por dos trozas. Crucé el puente. Sentía sed. Comencé a abrir un hoyo con mis manos; a medida que sacaba tierra fui encontrando humedad, cada vez más humedad; luego mis manos sacaron lodo, hasta que finalmente di con un nacimiento de agua. El brotecito parecía un gusano moviéndose entre la tierra removida. Dejé que reposara. El agua turbia comenzó a aclararse, el lodo se fue asentando en el fondo del pequeño pozo. Aguacalé mis manos, tomé agua y bebí.

Éste fue un sueño que tuve cuando yo era chiquito. Cada vez que lo recuerdo vuelvo a sentir la frescura del agua.

¿A qué viene relatarlo aquí?

Sencillamente porque creo que ese sueño marcó mi vida con la poesía, o mejor dicho, despertó la poesía en mí.

Caminar, excavar, esperar, es justamente el proceso que me lleva al escribir un poema.

Buscar la palabra necesaria, encontrar la palabra deseada. Y esas palabras necesarias, deseadas, a que me refiero son las más cotidianas, las de uso comunitario. Por eso cuando las necesito no recurro a los diccionarios sino a los mercados, a las plaza, a las calles.

A causa de mi cojera, cierto día tropecé con una piedra; ésta habló; en ese momento olvidé mi dolor y me acerqué a escucharla y la piedra ya no dijo nada más. A partir de allí me di cuenta que todo tiene habla: las arrugas del rostro de mi abuela, la risa de la llovizna, la palidez de mi padre muerto, el silencio de mi madre.

Comencé a recordar las enseñanza de mi abuelo, sacerdote maya-k’iche. Él me enseño a leer las tempestades, a calibrar el viento con las yemas de los dedos, a interpretar el canto de los pájaros, conocer la voz del fuego y el comportamiento de los animales.

Comprendí que la poesía es el relámpago que rompe la noche del poeta; no dura mucho tiempo pero sí lo suficiente para avanzar un poco en el camino.

No pretendo con esto ser un molde o una forma ni mucho menos representar a nadie. Simplemente escribo a un lado del camino: independientemente. Digo las cosas como las siento, como las vivo, como las veo: con libertad. Llevo la poesía en los bolsillos, en la cabeza o dentro del corazón.

Ella es así; cuando le cansa mi corazón porque la endulzo demasiado, se sale y me martilla en la cabeza, o se queda en mis bolsillos estorbando. Si necesito un centavo, en vez de la moneda sale un poema y un poema no compra un pan.

Cuando menos la espero se me atraviesa en el camino. Me dejo atrapar y que ella escoja el tema. Y descubro que los temas no vienen de afuera sino de adentro. Arrancarlos me producen ese algo que es cierta combinación de dolor y alegría.

Me auxilian mis lecturas, mi entorno y la filosofía de mi lengua materna, la maya-k’iche. Lengua desprendida de la naturaleza, la que al hablarla es como masticar hojas de ciprés: rústica, dulce y sencilla.

Y as1=, sin un tiempo programado, sin un lugar o espacio establecido, escribo. Lo hago en hojas de papel, en pedazos recogidos en las calles, en tickets de buses, o en alguna esquina en blanco de cualquier periódico. Amontonadas estas cosas, a veces forman un libro.

Una vez escrito el texto, lo dejo reposar. Cuando vuelvo a encontrarme con él, veo que tiene demasiadas palabras; entonces comienzo a desvestirlo, hasta dejarlo en la desnudez de un recién nacido. Otras veces me ocurre lo contrario; me brota la idea y necesito vestirla, así que le voy probando una y otra, hasta dejarla, según yo, como debe quedar vestida. No siempre quedo satisfecho, siento que algo le falta, y esa insatisfacción me angustia.

En la confección de mis poemas echo mano de tres recursos. Uno es el lenguaje directo: planteo un cuadro. Otro son las metáforas e imágenes. Y cuando siento que las palabras no son capaces de darle cuerpo a lo que quisiera, recurro a la onomatopeya, de la que esté salpicada la lengua de mis abuelos; porque este es un lenguaje que no va a los sentidos sino al espíritu, en un intento de trasladar el sonido natural a la hoja de papel.

Caminar por este camino me ha abierto más los ojos, mi lengua percibe más sabores, mi olfato distingue más olores, mis oídos se han agudizado y puedo percibir el aleteo de una mariposa que vuela al otro lado del río; mi tacto se ha sensibilizado tanto que cuando digo fuego siento que me estoy quemando. Es un coqueteo con la locura y a la vez el miedo de creer que estoy loco de verdad.

Me gusta la tristeza, a veces quisiera que la misma se pudiera comer. Me gusta la soledad porque es allí donde la poesía se desviste y me sonríe. No busco el dolor, pero los momentos duros me han fortalecido.

También he tenido crisis y he llegado al punto de odiar este oficio; en un arranque de rabia he deseado mandar todo a la mierda. Y cuando he querido huir la poesía me ha acariciado el corazón. Entonces me doy cuenta que ella es una necesidad, como el aire, como el agua, como una tortilla de maíz.

Todo lo dicho no es ninguna novedad sino para mí, porque en esta insistencia de escribir a quien quiero encontrar es a mí mismo. La poesía siempre estará en su propio espacio, dispuesta a hablar en el sueño o en la vigilia. La poesía es el eco de la sombra de un pájaro que pasa volando al filo de la tarde. En fin, escribo para mí, río y lloro y a veces canto.

Quisiera ser

Sencillo como un árbol.

Aún menos,

Como una tabla.


Humberto Ak’abal©



Humberto Ak'abal nació en Momostenango, Totonicapán (Guatemala) en 1952. Ha publicado los siguientes libros de poemas: El animalero (1990), Guardián de la caída del agua (1993, galardonado con el Quetzal de oro por la Asociación de periodistas guatemaltecos), hojas del árbol pajarero (1995), Lluvia de luna en la cipresalada (1996), Ajkem Tzij - Tejedor de palabras (1996), Retoño salvaje (1997), Desnuda como la primera vez (1998) y Cinco puntos cardinales (1998). Ha recibido el Premio Internacional de Poesía "Blaise Cendrars" en Neuchâtel (Suiza) en 1997 y el Premio Continental "Canto de América" de la UNESCO en 1998.

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